miércoles, 11 de abril de 2012

Pateando piedritas





Este otoño se ha presentado húmedo y cálido. 
Cuando la mañana esboza su primer claridad me despierto sin ganas; consciente del largo y tedioso día en ese trabajo que, sin llegar a detestar, no me agrada en lo mas mínimo. 
De cualquier manera mis compañeros de oficina son buenas gentes. Pero es el espacio, la tarea, las luces de los tubos... es el sitio donde no quiero estar.
Mientras desayuno observo a través de mi ventana entreabierta, como regresa a casa un gato. Es uno grande, con manchas blancas en su pelaje negro. Pareciera que la noche le fue esquiva de amores; ademas que cojea de una pata. La izquierda. 
En ese momento me pierdo en mis pensamientos, imaginándome gato de ciudad. Porque, claro, el gato de ciudad difiere del gato campesino. 
Si fuera gato de ciudad me gustaría vivir en un barrio con plazas y bares. Sitios que me aseguren la comida y el descanso. Tener cerca árboles que trepar. 
Gato de ciudad sin dueño. Sin casa única. Libre, pobre, sabiendo que no esta a mi alcance el futuro. Que los días son impredecibles. Sin dueño.
Ya como persona me duele tener dueño. El trabajo es mi dueño. Es quien dispone de mis días y noches.
Del tiempo libre, del tiempo que estoy en la oficina; todo el tiempo.
Por eso, gato de ciudad y sin dueño.
Recorrer las calles, saborear mi tiempo a patas sueltas. 
¡Mierda!, o me apuro o pierdo el ómnibus.

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