Montevideo, Abril
Mae, el otoño ha acampado fresco y soleado en
Montevideo.
Han pasado seis meses desde que dejé Villa
Quieta, y por alguna razón, o quizás por varias, aun tengo impregnada en la
ropa su aroma. Ese aroma a monte y río.
Será por eso que guardé un saco de lana sin
lavar; pretendo que sea un refresca memoria para esos días cuando la tristeza o
la nostalgia, o como quiera que se llame esa sensación, me atrape.
¿Como explicarte lo que siento a veces?
Es como esas comidas que tienen un aspecto
fabuloso, pero su sabor no es lo que imaginamos. Le falta sustancia, olor,
gusto. Como aquel guiso que te prepare, ¿recuerdas?
Como reíste ese día. No por mi inexperiencia en
la cocina, si no porque ni el perro comió mi guiso. Lo olfateaba y resoplaba
sin acercarse mucho.
Bueno, como ese guiso. Como el perro. A veces
siento eso.
Sobre todo cuando se acerca una tormenta y
sopla el viento despacito; moviendo apenas las hojas de los arboles. Y ahí,
junto con los relámpagos, aparecen como pintados en la pared, tus manzanos meciéndose
lento. Las vacas yendo bajo el cobijo de las ramas. Se pinta de Villa Quieta mi
habitación.
Siento el aroma a suelo mojado. Percibo el
sonido de las botas del abuelo aplastando el pasto verde rejuvenecido. Escucho las
ranas estallar de alegría con las primeras gotas de lluvia.
Las tormentas tienen eso Mae. Me llevan hasta ahí
y me ponen sentado a tu lado. Cebándote mates mientras haces quejar la vieja
mecedora.
Quiero me cuentes que tal esta Jacinta, si sigue
con aquel novio. Que me digas que pasa con el carucha, el perro de Andrés. El
pobre quedo desarmado luego de ser atropellado por Mariolo, el primo de Andrés.
Quiero saber de vos y de Villa Quieta.
Y si te preguntas que tal estoy yo, puedo
decirte que bien. Que de a poco voy acostumbrándome a esta movida capitalina. Con
su vértigo, su humedad, su basura. Pero también regocijándome con los parques
en flor, la rambla salada de mar, el viento de ciudad vieja, la gente yendo y
viniendo.
En la pensión, como soy del interior, me dicen “canario”.
Aun no se porque; pero parece ser que a todos quienes venimos de tierra dentro
nos llaman igual.
En la habitación tengo un armario flaco y alto,
que me da bien para poder guardar toda mi ropa. Tiene un par de cajones y un
estante separado que uso para guardar mis libros. A mi lado duerme Pedro. Él es
un chico que viene de San José. Es macanudo.
En realidad todos aquí son muy macanudos; al
menos por ahora.
La ciudad tiene su encanto; es solo que tengo
que ir descubriéndolo. Y en eso estoy.
Solo espero que los días de tormenta sean
piadosos conmigo. Que si estoy en la facultad, o en casa, o por la calle, no me
entre esa melancolía por Villa Quieta, si no que sea como un baño de alegría pensándote
cerrando las ventanas del comedor, o pateando el gato que se te enreda entre
las piernas; o cuando le gritas al abuelo que se apure, que se empapa.
Creo que en definitiva es eso, Mae, trocar la melancolía
por la alegría. Y en eso también estoy.
Dale un beso muy grande de mi parte al abuelo y
otro igual de grande para vos.
Te escribo la semana próxima, y espero me
escribas.
Urbano
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