miércoles, 18 de abril de 2012

Cartas a Villa Quieta


Montevideo, Abril

Mae, el otoño ha acampado fresco y soleado en Montevideo.
Han pasado seis meses desde que dejé Villa Quieta, y por alguna razón, o quizás por varias, aun tengo impregnada en la ropa su aroma. Ese aroma a monte y río.
Será por eso que guardé un saco de lana sin lavar; pretendo que sea un refresca memoria para esos días cuando la tristeza o la nostalgia, o como quiera que se llame esa sensación, me atrape.
¿Como explicarte lo que siento a veces?
Es como esas comidas que tienen un aspecto fabuloso, pero su sabor no es lo que imaginamos. Le falta sustancia, olor, gusto. Como aquel guiso que te prepare, ¿recuerdas?
Como reíste ese día. No por mi inexperiencia en la cocina, si no porque ni el perro comió mi guiso. Lo olfateaba y resoplaba sin acercarse mucho.
Bueno, como ese guiso. Como el perro. A veces siento eso.
Sobre todo cuando se acerca una tormenta y sopla el viento despacito; moviendo apenas las hojas de los arboles. Y ahí, junto con los relámpagos, aparecen como pintados en la pared, tus manzanos meciéndose lento. Las vacas yendo bajo el cobijo de las ramas. Se pinta de Villa Quieta mi habitación.
Siento el aroma a suelo mojado. Percibo el sonido de las botas del abuelo aplastando el pasto verde rejuvenecido. Escucho las ranas estallar de alegría con las primeras gotas de lluvia.
Las tormentas tienen eso Mae. Me llevan hasta ahí y me ponen sentado a tu lado. Cebándote mates mientras haces quejar la vieja mecedora.
Quiero me cuentes que tal esta Jacinta, si sigue con aquel novio. Que me digas que pasa con el carucha, el perro de Andrés. El pobre quedo desarmado luego de ser atropellado por Mariolo, el primo de Andrés.
Quiero saber de vos y de Villa Quieta.
Y si te preguntas que tal estoy yo, puedo decirte que bien. Que de a poco voy acostumbrándome a esta movida capitalina. Con su vértigo, su humedad, su basura. Pero también regocijándome con los parques en flor, la rambla salada de mar, el viento de ciudad vieja, la gente yendo y viniendo.
En la pensión, como soy del interior, me dicen “canario”. Aun no se porque; pero parece ser que a todos quienes venimos de tierra dentro nos llaman igual.
En la habitación tengo un armario flaco y alto, que me da bien para poder guardar toda mi ropa. Tiene un par de cajones y un estante separado que uso para guardar mis libros. A mi lado duerme Pedro. Él es un chico que viene de San José. Es macanudo.
En realidad todos aquí son muy macanudos; al menos por ahora.
La ciudad tiene su encanto; es solo que tengo que ir descubriéndolo. Y en eso estoy.
Solo espero que los días de tormenta sean piadosos conmigo. Que si estoy en la facultad, o en casa, o por la calle, no me entre esa melancolía por Villa Quieta, si no que sea como un baño de alegría pensándote cerrando las ventanas del comedor, o pateando el gato que se te enreda entre las piernas; o cuando le gritas al abuelo que se apure, que se empapa.
Creo que en definitiva es eso, Mae, trocar la melancolía por la alegría. Y en eso también estoy.
Dale un beso muy grande de mi parte al abuelo y otro igual de grande para vos.
Te escribo la semana próxima, y espero me escribas.


Urbano

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